Cuando yo era chaval, ya desde pequeñito, cada vez que íbamos a nuestra casa de verano en invierno, solía ver cómo encendían la caldera, y ya de algo mayor, lo solía hacer yo mismo. Era una gran caldera buena como las de antes, que daba calefacción y agua caliente a los 4 niveles y podía quemar cualquier cosa: carbón, leña, fuel-oil, diesel...
Tenía un portillo de vidrio blindado a través del que se podía ver rugir el fuego en su interior, danzando de alegría de tener tanto alimento que devorar. Si permanecías quieto y atento, sin hacer ruido, al final lograbas discernir sus verdaderos sonidos, aislándolos de los siseos de las maderas bajo su acción, de los ruidos metálicos de la dilatación de la caldera, de los borbollones del agua pujando por alejarse en las tuberías, y podías escucharle, verdaderamente, en su propio idioma.
Para entonces, lograbas asignar un sonido a cada uno de los movimientos de las flamas y comprendías que se correspondían como nuestras melodías a nuestros bailes, en una tricotomía o más bien un triunvirato de lo visual, lo acústico y lo tactil, porque, no olvidemos, para ese entonces la cara del observador, mi cara, ya comenzaba a emparentarse con el fuego y supongo que hasta habría podido brillar si hubiese permanecido expuesta algo más de tiempo, como si de bronce caliente se tratara pero, bien por voluntad propia, bien por ser amonestado por algún adulto, terminaba retirándome antes con una curiosa sensación térmica en la cara, parecida a la que necesita aftersun, al haberse quemado con el sol.
En contadas ocasiones, no se si por haber sido capaz de resistir más largo tiempo, o por haber sido capaz de concentrarme más, me encontraba repentínamente en el interior de la caldera, caminando sobre las brasas, reducido convenientemente de tamaño, sintiendo esos torbelllinos cambiantes azotando mi rostro, alborotando mis cabellos, zarandeándome bulliciosos, queriendo transmitirme el ritmo de su alegría...
When I was a kid, since very little, each time we went to our summer house during winter I used to watch them start the boiler and, when a little older, I used to do it myself. It was a good old boiler that provided hot water and heating to all four levels of the building and could burn anything from coal to firewood, fuel-oil, diesel...
It had a square, fireproof glass porthole through which you could see the fire roaring inside, dancing with joy of having so much food to devour. If I remained quiet and attentive, not making any noises, eventually I would discern its true sounds, isolating them from the hiss of the wood under its action, from the rattling, metallic noises of the expanding boiler, from the bubbling of water in the pipes, trying to get away, and I could then listen to it, indeed, in its own language.
By then I could assign a sound to each of the movements of the flames and realized that they corresponded as our songs corresponde to our dances, in a trichotomy or rather a triumvirate of visual, acoustic and also tactile, because, let's not forget, by then the observer's face, my face, already began to mimic the fire and I suppose it would even shine if I had stayed exposed a little longer, as if made with hot bronze... But either by choice, or because of being reprimanded by an adult, I ended up retiring before that happened, with a curious chill in the face, like the one I got when using aftersun cream, after having been burnt by the sun.
Rarely, I'm not sure if because of having been able to stay exposed a little longer or rather because of having been able to concentrate more intensely, I suddenly found myself inside the boiler, walking on the embers, conveniently resized, feeling those ever changing whirlwinds whipping my face, fussing my hair, boisterously shaking me, trying to convey the rhythm of their joy...
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